Esta es la historia de Gaspar. Nuestro querido rey mago.
En el reino de Gaspar, todo giraba en torno a la familia. No era un reino de batallas ni de grandes conquistas, sino uno de cenas largas bajo el resplandor de las velas, de risas infantiles recorriendo los pasillos de un palacio que, aunque modesto en apariencia, rebosaba de vida. La corte no era su principal preocupación; lo era su casa, donde su esposa Livia y sus hijos, más de los que a veces podía contar, llenaban su mundo de sentido.
Gaspar, con sus cabellos ligeramente encanecidos y la calma de quien ha vivido mucho, se sentía cómodo en su papel de padre y esposo. Si le hubieran preguntado cuál era el tesoro más grande que poseía, no habría dudado en señalar a su familia. Ellos eran su vida. Gobernar, claro, era una tarea importante, pero el verdadero poder de Gaspar no residía en sus tierras, sino en su capacidad para cuidar y guiar a aquellos a los que amaba.
Una noche, mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea y el viento susurraba en las ventanas del palacio, Gaspar sintió que era el momento de hablar. Había algo en su pecho, un peso que llevaba cargando durante días, desde que había visto aquella extraña estrella. Sentado al final de una larga mesa de madera, rodeado de sus hijos, levantó la mirada y habló, pero no como un rey, sino como un padre que necesitaba compartir algo importante.
—Hoy no os contaré una de esas historias antiguas —dijo, mientras sus hijos lo miraban con ojos atentos—. Hoy quiero hablaros de algo que está ocurriendo ahora, algo que cambiará nuestras vidas.
Los más pequeños, que ya conocían el tono de su padre, se acomodaron en sus sillas, mientras los mayores intercambiaban miradas. Era raro que Gaspar hablara con tanta solemnidad, pero había algo en su voz que les decía que esta vez era diferente.
—Hace unas semanas —empezó, con la voz grave, pero serena—, una estrella apareció en el cielo. No era como las demás, era brillante, casi cegadora. Algo en mi interior me dijo que debía prestarle atención, que no era un simple fenómeno del cielo.
Su esposa Livia, siempre perceptiva, dejó a un lado su tejido y lo observó en silencio. Gaspar no solía ser dado a supersticiones, pero ella también había notado aquella estrella. El aire en el palacio había cambiado desde entonces, como si una fuerza invisible hubiese cruzado las puertas sin que nadie se diera cuenta.
—Sabéis que no soy hombre de grandes hazañas —continuó, mirando a sus hijos mayores, que ya empezaban a asumir responsabilidades en el reino—. Pero hay momentos en la vida en los que el destino te llama, y esta estrella… esta estrella me está llamando.
El silencio que siguió fue absoluto. Gaspar, siempre tan cercano, tan predecible en sus actos, ahora hablaba de destinos y de señales en el cielo. Uno de sus hijos, el más valiente, se atrevió a preguntar:
—¿Qué quieres decir, padre? ¿A dónde te está llamando?
Gaspar hizo una pausa. Sentía que era difícil encontrar las palabras justas. Él mismo no comprendía del todo lo que estaba sucediendo, solo sabía que debía actuar.
—Me está llamando hacia el nacimiento de un niño. Un niño que, según los sabios, no es un niño cualquiera. Esta estrella… —hizo un gesto hacia el cielo, como si pudiera señalarla desde allí—, está anunciando su llegada. Un rey, pero no como yo o los demás reyes que conocéis. Este rey es distinto, su poder no radica en sus ejércitos ni en sus riquezas. Su poder es otro.
Livia frunció el ceño, preocupada, pero no dijo nada. Gaspar continuó, casi como si hablara para sí mismo:
—Algo dentro de mí me dice que debo ir a verle, que debo estar allí. Es como si el mundo hubiera cambiado de repente, como si estuviéramos en la antesala de algo grande, algo que afectará no solo a nosotros, sino a todo lo que conocemos.
Uno de sus hijos más jóvenes, aún inocente, preguntó con curiosidad:
—¿Y qué le llevarás, padre?
Gaspar sonrió ante la simplicidad de la pregunta. No era un niño ordinario al que iba a visitar, y tampoco era un simple regalo lo que iba a llevar. Sabía que su ofrenda debía ser algo que reflejara el poder divino de aquel que estaba por nacer.
—Le llevaré incienso —dijo finalmente—, porque es el símbolo de lo sagrado. Este niño será más que un rey. Será algo más grande, algo que no puedo describir del todo con palabras. Pero sé que el incienso le rendirá el honor que merece.
Los niños, aunque aún confusos, sintieron la gravedad de las palabras de su padre. Gaspar, viendo las miradas expectantes, se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana. Miró el cielo, sabiendo que su destino ya estaba escrito en aquellas estrellas.
Livia se acercó a él, colocándole una mano en el hombro.
—Sabes que te apoyaremos en lo que decidas —susurró—. Pero promete que volverás.
Gaspar asintió, sin apartar la vista del cielo.
—Volveré, Livia. Pero algo me dice que, cuando lo haga, nada será igual. Ni para nosotros, ni para el mundo.
Y así, aquella noche, mientras el viento azotaba suavemente las ventanas y la estrella brillaba con una luz cegadora, Gaspar supo que su vida, tal como la conocía, estaba a punto de cambiar para siempre.
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